Ninguno
"Nuestro país necesita de liderazgos capaces de imaginar un Perú más justo"
16 de abril de 2024
Discurso de bienvenida de Stefan Reich, Director de Lidera UP​, en la Ceremonia de Apertura del Año Académico 2024. ​​

Es para mí un honor estar con ustedes en la inauguración del año académico 2024. La llamada del rector, Felipe Portocarrero, me tomó por sorpresa debido a la inmensa responsabilidad que implica ofrecer unas palabras en un día tan importante y que llena de orgullo a todos los presentes.

Desde que asumí mi rol como director del Centro de Liderazgo, Lidera UP, mi experiencia en esta institución ha sido sorprendente. Hasta donde sé, soy el único psicoanalista que ha formado parte de esta co​​munidad académica.

Y es precisamente de esta particularidad o extrañeza que me gustaría hablarles hoy.

Mi campo de trabajo es la imperfección humana, la incertidumbre y el reconocimiento de que muchas veces lo que se dice no es lo que realmente se quiere decir. Mi profesión se basa en la sospecha de que los grupos humanos no progresan únicamente gracias a un plan estratégico, y, a su vez, la dinámica humana es uno de los principales obstáculos en el avance de las organizaciones. Mi profesión está vinculada a la consciencia de que el ser humano tiene libertad —hasta cierto punto— y que gran parte de nuestras contradicciones e inmensa complejidad humana reside en fuerzas inconscientes o sistémicas que no controlamos o que, incluso, desconocemos.

Hace algunos años, este bagaje profesional habría hecho que mi presencia en esta universidad fuera inimaginable. Sin embargo, desde que llegué, gracias a mis colegas, al alumnado y al personal administrativo, me he sentido acogido en esta comunidad de aprendizaje, abierta y en constante evolución, que lleva al Perú en sus entrañas y que siente un compromiso real con la mejora de nuestro país. También creo que formar parte de esta comunidad responde, como casi todo en la vida, a un momento y a una coyuntura puntual en la Historia, donde el progreso de nuestras instituciones, como lo veo en mi trabajo organizacional, requiere de la capacidad de hacer preguntas difíciles. Preguntas que, por ejemplo, desafíen las ideas enterradas en nuestras culturas sociales para no detener nuestro progreso como seres humanos.

Cuando mi generación tenía aproximadamente la misma edad que ustedes ahora, parecía que el mundo comenzaba a avanzar por un camino asfaltado. Supuestamente, habíamos encontrado recetas que nos traerían estabilidad y prosperidad mundial. El Muro de Berlín se desplomaba, mientras que los países de Europa del Este ingresaban en masa al libre mercado. Estados Unidos se erguía como la única potencia y aparente guardiana absoluta de la democracia y la institucionalidad. China e India eran apenas países lejanos en vías de desarrollo. Incluso, llegamos a soñar con que israelíes y palestinos firmarían una paz duradera en Oslo. Por otra parte, el calentamiento global era un rumor lejano y en América Latina parecía que nadie volvería a experimentar un socialismo trasnochado. De hecho, parecía que los latinoamericanos habíamos coincidido en abrazar el liberalismo como la mejor opción para salir del subdesarrollo. Por aquel entonces, el politólogo norteamericano Francis Fukuyama sentenciaba el llamado "Fin de la Historia". Es decir, no habría más guerras ni revoluciones: el mundo había, por fin, encontrado una receta para acabar con las injusticias y la pobreza gracias al triunfo, según Fukuyama, de las democracias liberales y la caída del comunismo.

Jamás imaginamos que, poco después, la era digital irrumpiría en casi todos los aspectos de nuestras vidas: en las comunicaciones, en el acceso a la información, en nuestra manera de comprar, en la medicina y hasta en nuestra vida sexual. Jamás imaginamos que el fanatismo islámico pondría en jaque a la máxima potencia de la civilización convirtiendo aviones comerciales en proyectiles dirigidos al corazón mismo de la libertad y la modernidad. Jamás imaginamos que una plaga de dimensiones medievales nos encerraría por dos años, cobrando la vida de cientos de miles de personas en todo el planeta. Jamás imaginamos que algo llamado inteligencia artificial haría que profesiones enteras entraran en una especie de muerte lenta. Y tampoco imaginamos que los fantasmas del nacionalismo enloquecido apuntarían nuevamente sus reflectores sobre Rusia, Hungría, Francia, Alemania y que, incluso, en Estados Unidos aparecería un populismo rabioso capaz de poner en peligro la democracia norteamericana. Este mundo, que ni las distopías de George Orwell o Aldous Huxley pudieron concebir, no lo vimos venir. Quizás fuimos demasiado ingenuos (o soberbios) al pensar que la razón, por sí sola, nos traería la prosperidad y la paz duradera. En el fondo, amigos y amigas, lo tribal, lo pulsional, lo primitivo siempre estuvo ahí. Bastó que el mundo avanzara demasiado rápido y que nuestras mentes no supieran metabolizar los cambios vertiginosos que experimentábamos para que lo atávico e irracional despertara con furia.

De más está decirles, queridos alumnos y alumnas, que el mañana no brinda certezas y, por ello, nuestro objetivo institucional de formar líderes con propósito para el mundo es más urgente que nunca. De más está decirles que nuestro planeta necesita líderes capaces de desafiar aquellos supuestos que no nos permiten pensar e imaginar algo distinto, que nos alejen de recetas que, en otros tiempos, han llevado a la humanidad a sus momentos más oscuros. De más está decirles que, para comprender nuestro presente, debemos entender también nuestro pasado.

Por todos estos motivos, al pensar en los mensajes que quería compartir con ustedes, me pregunté qué palabras me hubiese gustado escuchar al iniciar mi vida universitaria. Al hacerme esa pregunta, caí en cuenta de que, a su edad, sentía una gran ilusión por el mundo que se me abría, pero también un gran temor disfrazado de estoico silencio. En ese silencio albergaba muchas dudas, pero la principal era si debía decidir mi vida en función de lo que se esperaba de mí. La idea de frustrar las expectativas de mis padres, de algunos profesores, de mis ancestros y de mi comunidad me aterraba. Sentía que el mandato de lo que "ellos" esperaban de mí estaba escrito en piedra. Con el tiempo me di cuenta de que no era el único entre mis amistades que sentía eso: muchos nos esforzábamos por encajar, por la quimera de buscar una seguridad, por conformarnos o porque el peruanísimo "qué dirán" rondaba nuestras mentes para encasillar nuestras opciones. Estos mandatos mentales nos dictaban qué estudiar, con quiénes salir, dónde ir, qué ponernos, qué idea política comentar o, incluso, qué música escuchar. Porque no encajar y hacer algo que no rindiera resultados económicos cuantiosos era sinónimo de fracaso.

Con la perspectiva del tiempo, me di cuenta de que muchas de esas decisiones estaban gobernadas por expectativas ajenas que iban en contra de lo que genuinamente me movía y me estimulaba. Entonces surgió un dilema hamletiano: un debate entre ser (con autenticidad) o no ser y vivir la vida que otros esperaban que yo viviera. En el fondo, era el miedo lo que frenaba muchas decisiones importantes de mi vida.

El miedo, queridos amigos y amigas, tiene una capacidad de camuflaje infinita. Al miedo no lo reconocemos fácilmente porque muchas veces se percibe como algo ajeno o algo únicamente propio de los débiles. Sin embargo, el miedo nos ronda más cerca de lo que creemos y se escabulle en acciones que no permiten reconocerlo. Por ejemplo, sabemos que muchos bullies son en realidad seres temerosos que proyectan su miedo en otros. Recuerdo que muchos años después de salir del colegio descubrí que uno de los chicos más bravos había sido sistemáticamente acosado por sus hermanos mayores.

Ese miedo que llevamos dentro es el que muchas veces proyectamos en otras personas al despreciarlas y deslegitimarlas porque parte de lo que esa persona representa nos intimida. Así, el que ama diferente, el que tiene un acento diferente, el que reza diferente o el que tiene un color diferente se convierte en un receptor de nuestra propia ignorancia y angustia. En realidad, el miedo nos priva de la libertad y de la posibilidad de hacer algo distinto, tal y como un escorpión pica al que se mueve. Quien sale del molde es amordazado. La disidencia no está permitida porque no podemos tolerar que nuestra gente rompa filas. Por eso lo calificamos de facho, de caviar, de feminazi. A quien se atreva a cuestionar el statu quo del grupo le devolvemos el peor de los apelativos: lo llamamos traidor.

Queridos alumnos y alumnas: una de las cosas que más me enorgullece es haber encontrado una profesión —el psicoanálisis— que me ha dado cobijo y una identidad profesional, pero que, sobre todo, me ha dado la libertad de incursionar en universos tan diversos y desafiantes como la academia y la empresa.

Al psicoanálisis llegué de manera fortuita. Mi viaje profesional empezó cuando tenía aproximadamente los mismos años que ustedes y partí a Estados Unidos para estudiar inglés. Después de terminar el colegio —y sintiendo mucha confusión sobre qué hacer con mi vida— fui por seis meses a la casa de una familia norteamericana en Rochester, Nueva York. Esa experiencia me permitió explorar por primera vez una realidad distinta a la mía —lejos de lo que se esperaba de mí— y fue ahí donde me di cuenta de que no había mejor manera de ganarse la vida que escuchando historias, sobre todo si las historias estaban cargadas de emociones difíciles de entender y desenredar.

Fue así que me embarqué en un largo proceso de formación que requería conocer los amplios aspectos de la experiencia humana y la salud mental. Con el tiempo, a pesar del miedo que ese descubrimiento me generaba, empecé a darme cuenta de lo que realmente me apasionaba de mi profesión: esa profunda imperfección de la que les hablé al principio. Si bien ese viaje personal y profesional me ha conducido a entender los abismos del alma, la locura, el narcisismo, las adicciones, la envidia y las perversiones, también he podido constatar lo asombroso del alma humana. Es decir, la capacidad de adaptación, la resiliencia, el instinto de supervivencia, la ilusión, el vínculo del amor, el coraje y, especialmente, la capacidad de vivir la vida de manera creativa. En gran medida, mucho de lo que he aprendido acerca de la vida —con sus luces y sus sombras— se lo debo a esa profesión maravillosa que se construye a partir del amor y la posibilidad.

Gracias a mi quehacer profesional he tenido la posibilidad de trabajar con muchos pacientes. Sin embargo, hay uno en especial, al que llamaremos Ash, que fue uno de mis primeros maestros para entender la resiliencia, el coraje y el valor.

Ash tenía 15 años cuando lo conocí. Fue abandonado por su padre y creció al lado de una madre alcohólica y ausente. Ash era rebelde e ignoraba los pedidos de sus profesores en el colegio. Tenía enormes dificultades para concentrarse y sus profesores tiraron la toalla. Cuando lo empecé a ver, no me dirigía la palabra. Venía siempre con un cuadernito que mantenía cerrado, tan cerrado como las sesiones en las que pasábamos el tiempo en silencio. Cuando le preguntaba a Ash por su vida, no me respondía y me miraba con desprecio. Su mirada era incluso más feroz si le preguntaba qué tal le iba en el colegio. Todos mis esfuerzos por hablar con él eran inútiles y nuestro silencio empezó a ser tenso y frustrante. Sin embargo, ninguno de los dos se rindió y permanecimos alrededor de cinco meses en un silencio sepulcral. Nunca sabré qué pasaba en esos momentos por la mente de Ash, pero me daba la sensación de que apreciaba ese espacio en el que, literalmente, podía hacer nada frente a un adulto que no lo forzaba a hacer algo que no quisiera.

Un buen día, Ash llegó unos minutos antes a la sesión y me preguntó si me gustaba el arte. Le dije que sí y que mucho. Ash me preguntó si quería ver lo que había dibujado. Asentí con entusiasmo y enorme curiosidad. Con algo de temor, Ash me mostró un universo de barcos, rostros, personajes de anime, flores, caballos, piratas y ciudades imposibles. También el dibujo de un adulto con una nariz muy grande (sospechosamente parecida a la mía) que lo escuchaba con atención en un consultorio similar al de nuestros encuentros. Ash miraba el mundo desde una perspectiva diferente y original. En sus dibujos había humor, ironía, rencor y pena.

​En sus dibujos, Ash tenía la libertad de cuestionar el mundo que lo rodeaba y no lo comprendía: su ciudad, sus profesores, sus amigos, sus padres. Ash me pidió que solo habláramos de lo que dibujaba porque estaba “harto de que la gente le preguntase por cosas que no le interesaban, como el colegio”. Probablemente si mis hijas me dijeran algo así, les llamaría la atención, pero dada la relación terapeuta-paciente que tenía con Ash me embarqué en su travesía. Después de algunos años de trabajo conjunto, Ash dejó de venir. Al poco tiempo me escribió un correo electrónico contándome que había recibido una beca en un instituto de arte. Nunca más supe de él. Pasado el tiempo me di cuenta de que Ash tenía tres grandes talentos: el dibujo, la capacidad de ver el mundo de una manera distinta y la resiliencia. Ash sabía que no encajaba en el molde y fue esa honestidad la que le permitió salir adelante.​

Un buen día, Ash llegó unos minutos antes a la sesión y me preguntó si me gustaba el arte. Le dije que sí y que mucho. Ash me preguntó si quería ver lo que había dibujado. Asentí con entusiasmo y enorme curiosidad. Con algo de temor, Ash me mostró un universo de barcos, rostros, personajes de anime, flores, caballos, piratas y ciudades imposibles. También el dibujo de un adulto con una nariz muy grande (sospechosamente parecida a la mía) que lo escuchaba con atención en un consultorio similar al de nuestros encuentros. Ash miraba el mundo desde una perspectiva diferente y original. En sus dibujos había humor, ironía, rencor y pena. En sus dibujos, Ash tenía la libertad de cuestionar el mundo que lo rodeaba y no lo comprendía: su ciudad, sus profesores, sus amigos, sus padres.

​Ash me pidió que solo habláramos de lo que dibujaba porque estaba “harto de que la gente le preguntase por cosas que no le interesaban, como el colegio”. Probablemente si mis hijas me dijeran algo así, les llamaría la atención, pero dada la relación terapeuta-paciente que tenía con Ash me embarqué en su travesía. Después de algunos años de trabajo conjunto, Ash dejó de venir. Al poco tiempo me escribió un correo electrónico contándome que había recibido una beca en un instituto de arte. Nunca más supe de él. Pasado el tiempo me di cuenta de que Ash tenía tres grandes talentos: el dibujo, la capacidad de ver el mundo de una manera distinta y la resiliencia. Ash sabía que no encajaba en el molde y fue esa honestidad la que le permitió salir adelante.

El espíritu de Ash estaba construido en base al juego y a una gran capacidad creativa hecha de imaginación y esperanza. Esa capacidad creativa, la de imaginar un mundo distinto que no encaja en el molde, así como la de no amilanarse ante lo establecido es la misma que poseen los grandes líderes. Esa capacidad creativa -la de rebelarse contra el statu quo e imaginar un futuro diferente- es la que compartían Marie Curie y Steve Jobs, Nelson Mandela y Rosa Parks, Albert Einstein y Frida Kahlo. Aunque no tenemos que irnos a latitudes tan lejanas para encontrar referentes. Esa misma capacidad creativa, hecha de valentía y deseos de cambiar el mundo, es la que tiene gente que en algún momento de su juventud estuvo donde ustedes están ahora:

El espíritu de Ash estaba construido en base al juego y a una gran capacidad creativa hecha de imaginación y esperanza. Esa capacidad creativa, la de imaginar un mundo distinto que no encaja en el molde, así como la de no amilanarse ante lo establecido es la misma que poseen los grandes líderes. Esa capacidad creativa -la de rebelarse contra el statu quo e imaginar un futuro diferente- es la que compartían Marie Curie y Steve Jobs, Nelson Mandela y Rosa Parks, Albert Einstein y Frida Kahlo. Aunque no tenemos que irnos a latitudes tan lejanas para encontrar referentes. Esa misma capacidad creativa, hecha de valentía y deseos de cambiar el mundo, es la que tiene gente que en algún momento de su juventud estuvo donde ustedes están ahora:

  • Vania Masías, que fue capaz de transformar la danza en una herramienta para salir de la pobreza.
  • Julio Velarde, quien desafió el paradigma de que en el Perú el estado es corrupto y poco eficaz.
  • Álvaro Henzler y Franco Mosso, que desafiaron la idea de que los alumnos más brillantes de esta universidad terminarían en el sector privado y, en cambio, dedicaron sus talentos a construir una de las organizaciones más extraordinarias del país en materia de educación.
  • Mariela García, que contribuye al desarrollo del país desde la empresa privada, donde ha alcanzado la más alta posición y donde, además, ha aumentado la presencia de mujeres en un rubro tradicionalmente masculino.

Ninguna de las personas que he mencionado podrían haber llevado a cabo sus logros si nosotros, como docentes de esta institución, no hiciéramos todo lo posible por preservar y, en algunos casos, por devolverles la capacidad creativa que a lo mejor más de uno perdió en el camino.

Repito y me reafirmo: devolverles.

Porque todos, absolutamente todos, tuvimos esa capacidad creativa en algún momento de nuestra infancia. Solo que algo ocurrió en el trayecto a la adultez: la rutina, la búsqueda de la seguridad, las normas, el orden o simplemente el intento de complacer a otros -como pudo ser mi caso- truncaron ese valor.

Quiero detenerme un par de segundos en algo que es tremendamente importante como para no tomarlo en serio: la capacidad de jugar. Es -o, mejor dicho- fue ahí, en ese preciso momento de la niñez, donde todas las personas que hoy nos encontramos aquí reunidas, disfrutamos de un gran poder de imaginación. En ese territorio, las reglas se podían cambiar para alargar el placer, disfrutar más y crear algo nuevo. Ahí, la espontaneidad generaba nuevas oportunidades y el error -¡ay, el error!- no existía porque cuando uno juega, no se equivoca. Esta esencia, que ni Vania, ni Álvaro, ni Franco, ni Julio, ni Mariela, ni Ash perdieron, supone una rebeldía ante los corsés mentales que nos inoculan miedo y nos paralizan.

Atreverse a “jugar” fue lo que hizo que el jazz y la poesía se fusionaran para crear el rap, que la comida peruana se mezclara con la china para regalarnos el chifa o que Blanca Varela se atreviera a anotar sus pensamientos, casi a escondidas, para convertirse con el tiempo en una creadora inmortal.

Hoy en día, las empresas tratan de ser cada vez más conscientes de ello e invierten millones en centros de innovación. Saben que necesitan el cambio. Saben que se necesita de mentes flexibles, adaptativas, capaces de “jugar” para imaginar soluciones diferentes en la supervivencia cotidiana. Sin embargo, una de las grandes paradojas en el mundo empresarial es que la innovación es cercenada por las mismas autoridades institucionales que se vuelven guardianes del control, de los procesos estancos, de la estabilidad y del statu quo.

Querida juventud: hoy nuestro planeta necesita más que nunca de mentes y corazones capaces de imaginar soluciones creativas a desafíos inmensos. Necesitamos que nos ayuden con renovado ímpetu en la búsqueda de las distintas formas de satisfacer los deseos universales. Es decir, el deseo de ser querido, de pertenecer a una comunidad, el deseo de ser libre, de ser respetado, el deseo de buscar algo de felicidad y placer, el deseo de brindar protección y bienestar a nosotros mismos y a nuestros seres queridos, el deseo de sentirnos útiles y de contribuir a algo más grande. En suma, aspirar a lo que Sigmund Freud señaló como la salud en los seres humanos: amar y trabajar. Todo esto está enraízado en nuestro diseño existencial.

Nuestro país necesita de liderazgos capaces de imaginar un Perú más justo, menos corrupto y más solidario a través de soluciones creativas y atrevidas. Necesitamos de un Perú donde los líderes no solo aspiren a tener sus propios emprendimientos o a formar parte de una gran corporación. Necesitamos un Perú donde los líderes también se acerquen a las universidades, al sector público o al sector social. Esta universidad busca formar líderes con propósito para el mundo. Porque un mundo sin un propósito colectivo, que trascienda a los distintos sectores de nuestra sociedad, no es viable para nadie.

El ser humano está diseñado para convivir en sociedad, en conjunto, en comunidad. En nuestra diversidad está la esencia de la capacidad de innovación, de pensar fuera de la caja, de buscar soluciones distintas a problemas de una complejidad inimaginable como los que enfrentamos hoy en día. Y son las personas mismas las que se atrincheran en el pasado cuando el mundo necesita -clama- por liderazgos capaces de desafiarnos y de generar un pensamiento crítico y profundo. Para lograrlo, independientemente de la profesión y el rumbo que elijan, es fundamental escuchar, observar y aprender a ponerse en el lugar del otro.

Alumnos y alumnas, les damos la más cordial y cariñosa bienvenida a esta casa de estudios, que los acoge con ilusión y esperanza. Futuros economistas, abogadas, administradores, ingenieras o contadores: vengan a aprender, a arriesgar, a jugar con ideas y experiencias, sin miedo. Estamos ávidos de recibir su vitalidad, su entusiasmo, su creatividad y su pasión. Vengan a escribir una historia diferente, vengan a escribir sus propias vidas.

Sinceramente,

Stefan Reich

Director LideraUP

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Lidera UP liderazgo

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