El narcotráfico genera una red de delitos y actividades ilegales, donde los ciudadanos, sobre todo los más pobres, muchas veces se ven obligados a ingresar con el fin de percibir recursos para sobrevivir. Cuando Kelly Pérez Valenzuela, alumna de Economía de la Universidad del Pacífico, investigó el impacto del narcotráfico en Ayacucho, constató esta realidad que la llevó a reflexionar sobre un “dilema ético”: ¿por qué las personas “forman parte de una organización criminal, mientras que al mismo tiempo buscan mejores oportunidades de vida”?
Entre los factores e incentivos perversos, está principalmente la pobreza. En el VRAEM (Cusco, Junín y Ayacucho), una de las zonas centrales de producción de droga (clorhidrato de cocaína y PBC), el 39 % de la población son pobres, según el INEI. Huanta (Ayacucho), de hecho, es uno de los distritos con mayor nivel de pobreza. Frente a estas condiciones socioeconómicas, de acuerdo con Pérez Valenzuela, “el narcotráfico genera grandes sumas de utilidades, y las personas que forman parte de la población no ven otras alternativas más rentables de vida”.
Lo mismo comentó sobre la situación de los agricultores: “los ingresos por narcotráfico representan un buen nivel de ingresos potencial”, dado los bajos costos de producción y las altas ganancias de cultivar hoja de coca para fines ilícitos comparado con lo que perciben por otros productos. Los datos son elocuentes: mientras el precio promedio del kilo de droga es de $1700 a nivel nacional, en el VRAEM asciende a $2210, según un reportaje de El Comercio.
El caso de los “mochileros”, aquellos jóvenes que trasladan la droga hasta los centros de acopio, apunta a la misma dinámica de captación: en un informe de la BBC Mundo, se reportó que pueden ganar hasta $2000 por cada viaje de ida y vuelta. Sin embargo, lo que pareciera tomar la forma de un atajo hacia la prosperidad ―reveló Pérez― es más bien una agravante de la precariedad en la que viven estos jóvenes, pues el delito marcará para siempre su futuro.
Lo complejo es que este problema está normalizado, a tal punto que ―según la evidencia recopilada por nuestra alumna de Economía― hay pobladores del VRAEM que no ocultan su participación en la producción de coca para actividades ilegales. A lo mucho justifican la incursión de los jóvenes con un “argumento a medias”. “¿No es la población la que es resistente a la lucha contra el narcotráfico dado que es una actividad que los sostiene económicamente?”, se preguntó Pérez, una reflexión que compartió en el webinar “Análisis ético y propuesta en una región de mi país”, llevado a cabo el 12 de abril por Asesoría Religiosa UP en el marco de los 60 años de la Universidad del Pacífico.
En ese mismo evento ―donde participaron alumnos de Ayacucho, Cusco, Huánuco, Ica, Piura, Tacna y San Martín―, Pérez añadió que la baja fiscalización producto de la poca presencia del Estado y la corrupción de las autoridades judiciales, policiales, militares y políticas en la zona también contribuyen a que “los jóvenes sientan más atracción a este tipo de actividad ilícita”.
“Formar parte de la red de narcotráfico representa un problema complejo que genera lastres en la sociedad ayacuchana (y peruana) ―recalcó Pérez―. Aunque diversos factores contribuyen a su consolidación, no se debe perder de vista que finalmente los beneficios meramente económicos no pueden ser suficiente justificante para que las personas ingresen en el camino de la ilegalidad, arriesguen sus vidas, su seguridad y su futuro”.
Es una reflexión que está a tono con la pregunta que orientó el referido evento: “¿Cómo mejoraría nuestro entorno si fuésemos una sociedad más competente, consciente, compasiva y comprometida?”. Pérez concluyó que “como parte de la sociedad civil tenemos el deber de estudiar esta problemática, sus causas y consecuencias negativas, los avances en su erradicación, así como transmitirlo con nuestros círculos familiares, profesionales, educacionales, entre otros”.